1 de noviembre de 2011

Mudanza

Esta es la última madrugada que paso en esta casa. Tres meses apenas que no bastan para que sienta nostalgia por un lugar así. A esta gente no la quiero, le confesé a Emilia después de darme cuenta. Nunca terminé de entender si estuve viviendo en una casa o en una habitación que compartía una casa. Y las cosas raras — la abuela C., de visita temporal (aunque se prolonga su estadía indefinidamente, a pesar de que ella me insiste que ya casi se regresa al Perú) con su alzheimer repitiéndome diario la misma historia, con los mismos detalles y los mismos moviemientos de cuerpo, diciéndome que puedo ir a visitarla a Perú cuando quiera, el chico del que ni sabe su nombre, ey, tú, puedes venir a visitarme, y trae a tu mamacita, seguro que nos hacemos amigas; C., la mujer que no te mira a los ojos, que te pregunta siempre si ya fuiste a la librería, la que no tiene más que una playera color salmón (es verdad, nunca la he visto usando otra ropa que no sea esa, casi como de caricatura) y que nunca cierra la puerta cuando va al baño; y A., el que sufrió un accidente de coche hace meses y está en incapacidad por quién sabe cuánto tiempo más, que no abre bien la boca para hablar y es celoso de la comida de la casa. Ahora lo pienso y los tres podrían mezclarse en una figura grotesca ciega, muda y olvidadiza. Sería un espectáculo de carne, como un tumor naciendo del labio inferior, como un ojo rojo salido perdido en el suelo. Y los mismos movimientos, porque en ellos existe toda la verdad que hay en el cuerpo.

Tenía que pasarme, pienso, que ni siquiera me apropié de mi habitación. Apenas comenzaba a usar algunos de los cajones. Aún no empaco y sé que será cosa de minutos. Es, sin embargo, rara la sensación. Me voy de aquí para irme a un lugar peor en el que, ya lo sé, me divertiré más por lo difícil del lugar —habitaciones donde apenas cabe, literalmente, la cama, como oficinas, una tras otra tras otra hasta cien, deben ser divertidas—. Esta casa guarda un trozo de vísceras mías, como si de mi propio cerebro y un capítulo sin importancia, aunque no por eso menos divertido, se tratara. Ya aprendía a caminar ligero en la madera, después de días y noches de tener que hacerlo. Raro también porque llegué cuando la casa estaba normal y al día siguiente empezaron a destruirla para remodelar paredes y baños. Raro porque me voy a unas semanas de que hayan terminado y recordándola destruida. Mañana que salga por última vez la veré como casi no me tocó verla sabiendo que hay más detrás de las paredes de lo que aparentan. Mi estancia aquí fue la destrucción y remodelación de la casa; se mira igual pero es más sólida ahora. Ojalá así sea. Esta es apenas una escalera, o una serpiente, en el jueguito donde tomamos decisiones y avanzamos de pronto. Adelante, Bonaparte.

Ya me voy y de nuevo me siento como una sombra. Cada vez me alejo más de donde podría estar bien porque confío que las situaciones extremas sacarán algo de mí que aún permanece escondido. Así se conoce uno.

Tengo que empacar, pues. A matar la costumbre.